Por fin tenía en mis manos un libro electrónico.

Respiré, conté tres y lo encendí. Una luz lo inundó todo y noté cómo mi cuerpo se fundía y me arrastraba hacia el interior de la pantalla.

Me encontré rodeado de arena, en una especie de desierto. No había cielo, ni sol, solo una luz cegadora que hacía que cada grano de arena resplandeciera.

Toqué la arena, suave, cálida, conocida. Llené mi mano y los granos fueron cayendo hasta que sólo quedó uno sobre mi palma. Noté que me hablaba, lo escuché. Era una historia fascinante.

Me agaché y fui cogiendo otros granos de arena que me fueron contando desencuentros, guerras olvidadas,…

Cada grano era una historia y ante mi se encontraba un desierto lleno, iluminado.