Cuando pasas un verano entero bañándote en el mar, saltando olas, buceando, coleccionando conchas, llega un día en el que quieres hacer algo más. Entonces aparece una colchoneta, roja y azul, que raspa y que llevas inflada de un lado a otro por más grande y aparatosa que sea porque llevarla así es todo un orgullo: dos horas de mareos entre soplido y soplido.
Con la colchoneta y el mar se nos ocurrió un reto a mi hermana y a mí: ser capaces de ponernos de pie sobre ella las dos a la vez, mientras las olas nos retaban.
Pensamos que el juego nos duraría unas horas, quizás hasta la hora de comer, tendríamos que pensar un nuevo juego para la tarde. Pero no fue así. A la hora de comer teníamos arañazos, magulladuras y más agua en los pulmones de lo que un médico recomendaría. Daba igual. Seguiríamos intentándolo.

Al día siguiente cambiamos de táctica: primero se subiría una y luego ayudaría a la otra. No lo conseguimos. Pensamos otra táctica y otra. Dábamos vueltas, subíamos por unos segundos y al ponernos en pie caíamos.

Lo seguimos intentando. Pasaron muchos días de derrota, muchas caídas, muchas risas, muchos golpes, mucho desánimo. Y siempre volvíamos a intentarlo.

Y un día, por unos segundos eternos, en un momento mágico para ambas, lo conseguimos.

Nosotras juntas contra el mar, nosotras juntas y de pie, mirando la playa. Aprendimos que juntas podíamos con todo, que intentándolo lo conseguíamos todo. Y así nos enfrentamos cada día a lo que nos vino, a lo que nos fue alejando de la niñez, a lo que nos convirtió en adultas, sabiendo que un día nos pondríamos de pie, de la mano y miraríamos la playa.